La Cámara de Fabricantes de Cajas de Fósforos del país aplaudió esta iniciativa, y dijo que el niño, con esta hazaña, se había convertido en pionero al mezclar la luz, y la dulzura.
Érase una vez un niño muy pequeño que quiso regalar para Nochebuena cajas de fósforos vacías llenas con dos caramelos. Desde enero hasta diciembre, a través de todo el año, recorrió el vecindario para acumularlas, lo cual se facilitó porque para ese entonces no se había descubierto la electricidad, y las bodegas colaboraron con la dotación para realizar su fantasía.
Éste, con anticipación, había hecho el cálculo: en la caja caben dos caramelos. Daré uno y otro de clases distintas. Tuvo que explicarle a sus padres el por qué se había empeñado en no desperdiciar, al contrario, conservar, las cajas de fósforos después de usado su contenido.
Una montaña de éstas, en un rincón de su cuarto, era la demostración de que el niño tenía un sueño, una determinación, por lo que sus padres entendieron que este cartón era sagrado. Los primeros días de diciembre el artífice de este curioso regalo estaba terminando de recibir las cajas, y las golosinas, y cercana la Nochebuena empezó a meter en cada estuche dos caramelos de sabores diferentes.
La Cámara de Fabricantes de Cajas de Fósforos del país aplaudió esta iniciativa, y dijo que el niño, con esta hazaña, se había convertido en pionero al mezclar la luz, y la dulzura.
Ronald González