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EDITORIAL: ¿Popular o profundo? La eterna batalla del arte en el Zulia

La reciente aparición del Festival de Teatro Venezolano en Maracaibo pone en evidencia dos cosas.

Para algunos, que se dejan mover por la envidia, hay algo profundamente incómodo en ver una sala llena. No por el calor, sino por lo que eso genera en los pasillos del gremio artístico: escozor, murmullo, suspicacia. ¿Cómo es posible que esa  obra llene, mientras las nuestras apenas si logran reunir a los actores y sus parejas o vecinos? ¿Será que el público no sabe nada de arte? ¿O será, peor aún, que el público prefiere no saber?Cursos de pintura online

La conversación no es nueva. Llenar teatros versus hacer arte de calidad. Como si fueran dos cosas incompatibles. En Maracaibo, este dilema toma formas casi tragicómicas. Ahí está el caso de Señoras de Maracaibo, que ha llenado función tras función, que ha hecho giras, que ha sobrevivido incluso a la inmigración de sus actores. Pero su éxito popular ha sido recibido por algunos hacedores de “teatro de arte” con una mezcla de desprecio y rabia mal disimulada. Uno de sus más acérrimos críticos ha sido el señor Miltón Quero Arévalo, quien en más de una oportunidad ha denigrado de la obra, declarando —sin rubor alguno— que nunca la ha visto. Es decir, opina desde la distancia, con ese tono de superioridad moral que tan cómodamente otorga el no saber.

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La pregunta aquí no es si Señoras de Maracaibo es buena o mala. La pregunta es: ¿por qué molesta tanto que funcione? ¿Por qué se asume que si algo conecta con el público, debe ser automáticamente banal? ¿Es que acaso el pueblo solo merece tragedias densas, escenografías oscuras y textos imposibles? El rencor de los artistas que no llenan teatros contra aquellos que sí lo hacen se palpa en el aire, en cada conversación de camerino, cada estado pasivo-agresivo en redes sociales. Y no es que no duela presentar una obra ante quince personas (cuatro de ellas familia del elenco). Pero ¿tiene la culpa el que sí llena? ¿O será que a algunos les cuesta aceptar que el arte también necesita herramientas de mercado, presencia digital, estrategias de difusión?

La reciente aparición del Festival de Teatro Venezolano en Maracaibo pone en evidencia dos cosas: que hay hambre de escena, y que hay un problema serio de conexión con el público. Por un lado, salas dispuestas, voluntad organizativa, talento. Por el otro, una asistencia errática y poco sostenida. ¿Será que no basta con hacer teatro, sino que hay que saber llevarlo a quien lo necesita? El Grupo Actoral TEA parece haber entendido algo que muchos ignoran: que el teatro también se promueve, se invita, se convoca. Por eso sus funciones en el Bellas Artes se llenan, una y otra vez, con niños y adolescentes que actúan, y con padres y allegados que asisten. Barikai Teatro y Niño Azul hacen lo mismo: con pasión, venta de entradas por consignación y un claro enfoque hacia la comunidad, consiguen lo que otros no logran con premios ni carteles: llenar salas.

Y mientras tanto, nuestros actores de trayectoria —que no necesitan presentación— siguen estrenando obras en salas pequeñas, de cincuenta sillas, donde muchas veces la mitad queda vacía. Salvo honrosas excepciones, como la de José Luis Montero, que recientemente llenó dos veces la Experimental del Teatro Baralt con su Informe para una academia, adaptación kafkiana dirigida por Alfredo Peñuela. Un oasis en medio de una sequía que ya parece costumbre.Cursos de pintura online

En la música pasa lo mismo. El Sistema de Orquetas llena funciones. Y sí, puede que sea porque los padres van a ver a sus hijos. Pero ¿y qué? Van. Aplauden. Se emocionan. En cambio, la ya extinta Orquesta Sinfónica de Maracaibo, con músicos de nivel, no lograba atraer más de una centena de oyentes a sus conciertos semanales en uan  sala de seiscientos puestos. ¿Qué fallaba? ¿El arte o la comunicación?

Y en las artes plásticas, el mercadeo cultural se ha revitalizado, sí, gracias a nuevas galerías y curadores con hambre de hacer cosas. Pero después de cada inauguración, uno se pregunta: ¿y ahora qué? ¿Dónde están las reseñas, las críticas, los ecos? La exposición en homenaje a Emerio Dario Lunar fue conmovedora, pero ¿cuántos de los artistas participantes han vuelto a mencionar su nombre? ¿Promovían al maestro o a sí mismos? Este es el meollo del asunto: ¿cómo se mide el éxito de un artista? ¿Por el número de butacas ocupadas o por las palabras de un crítico, si es que aparece alguno? ¿Es válida una  obra mal escrita, mal actuada o mal dirigida si logra llenar el teatro? ¿Es más legítima una pieza que nadie ve, pero que recibe una bella reflexión en el Facebook de nuestro admirado Alexis Ramón Blanco?Mejores ofertas de auricularesCursos de pintura online

Hablando de críticas, conversé largamente sobre Oscuro, de noche, obra de Pablo García Gámez, presentada en el Teatro Baralt. Una producción grande, con elenco numeroso, una motocicleta recurrente en los diálogos y unos 200 asistentes. Y sin embargo, algo no funcionaba. Personajes sobreactuados, la estática de los micrónos que colgaban sobre la escena, el texto que se repetía una y otras masturbando una idea clasista: la motocicleta, un símbolo de telenovela de gente blanca de los años 70, estigmatizado a los dos millones de venezolanso decentes que hoy la usan. Y el público —que interrumpía con aplausos cada escena, buena o mala— daba cuenta de un fenómeno alarmante: la gente no sabe qué está viendo. Aplaude por reflejo, por simpatía, por ignorancia. No porque entienda la expresión artistica que se presenta.

¿Cómo educamos al público para que tenga sensibilidad y criterio? ¿Desde el colegio? ¿Desde la casa? ¿Desde el mismísimo abismo donde están guardadas las reseñas críticas que nadie escribe? Porque pareciera que el espectador tiene que venir educado de fábrica, como si el gusto fuera un don hereditario. Pero lo cierto es que nadie nace sabiendo cuándo una actuación es buena o cuándo una escenografía tiene sentido. Se aprende viendo, leyendo, conversando. Se aprende fallando también, aplaudiendo lo que no merece y, con suerte, dándose cuenta después. Pero para eso se necesita algo más que voluntad: se necesita crítica, formación, y medios que no solo hablen de cultura cuando hay una alfombra roja.

La crítica artística tiene un papel que se ha vuelto decorativo. No porque falten quienes sepan escribirla, sino porque a nadie le interesa pagarla, publicarla o compartirla. Y así nos vamos quedando sin opinión calificada, sin referentes, sin memoria. Al final, la ley de la oferta y la demanda empieza a parecer sensata: el que llena vive, el que no, sobrevive. Pero si todo se reduce a eso, entonces el arte se convierte en un espectáculo más, un producto de consumo como las papas fritas o los videos virales. ¿Dónde queda la emoción? ¿Dónde el riesgo? ¿Dónde la posibilidad de ser transformados por lo que vemos?Cursos de pintura online

Y lo público, por su parte, sigue en un limbo: haciendo lo que puede con lo que no tiene, a veces más preocupado por el protocolo que por el contenido. Y los medios de comunicación —cuando no están ocupados en farándula reciclada— podrían hacer mucho más. Podrían acompañar, promover, cuestionar. Pero para eso hace falta decisión, y sobre todo, compromiso con una idea: que Maracaibo no está condenada a ser solo la tierra del sol y la gaita, sino también una ciudad donde el arte tenga público, crítica y artistas. El camino es largo, sí, pero no imposible. Y aquí estamos, todos —los que actúan, los que critican, los que aplauden— tratando de hacer de Maracaibo una capital cultural para el futuro.Cursos de pintura online

Luis Perozo Cervantes