Lo que queda es el sabor amargo de la desilusión. La certeza de que, una vez más, la gloria se nos escapó de las manos.
El grito de gol fue una explosión de esperanza. Durante un breve instante, todo el país se unió en una sola voz, creyendo que esta vez, el destino les sonreiría. Con el marcador a favor y las noticias de otros campos pintando un panorama favorable, el anhelo de ver a la Vinotinto en un Mundial se sentía más real que nunca.
Pero la alegría, fugaz como un relámpago, se desvaneció tan rápido como llegó. La euforia inicial dio paso a la incredulidad, y luego a la amargura. Los errores defensivos, la desorganización en el campo y la aparente falta de concentración transformaron un partido que podía ser histórico en una pesadilla. Cada gol de la selección colombiana no fue solo un tanto en contra, sino un martillazo a la ilusión de millones.
El segundo tiempo fue un reflejo crudo de la realidad: una Venezuela desdibujada, incapaz de detener el ímpetu del rival. El sueño se convirtió en un espejismo, una burla cruel que nos recordó lo cerca que estuvimos y, a la vez, lo lejos que siempre hemos estado. La goleada no fue solo una derrota deportiva, sino una herida profunda en el orgullo de la nación.
Lo que queda es el sabor amargo de la desilusión. La certeza de que, una vez más, la gloria se nos escapó de las manos. Y la sensación de que, más que una derrota, lo que vivimos fue un engaño colectivo, un recordatorio de que, en el fútbol, como en la vida, las promesas no siempre se cumplen y los sueños pueden convertirse en la más grande de las vergüenzas.
Redacción: Luis Molero.