Eligió vivir en Padua, en la pequeña comunidad franciscana de la Iglesia de Santa María Mater Domini, y aunque se ausentaba por períodos cortos, estableció un fuerte vínculo con la ciudad, prodigándose en favor de los pobres y contra las injusticias.
De Fernando a Antonio: Un llamado a la misión
San Antonio de Padua, cuyo nombre de bautismo era Fernando, nació en Lisboa, Portugal, en una familia noble alrededor del 15 de agosto de 1195. A la edad de 15 años, ingresó en la Orden de los Canónigos Regulares de San Agustín en Coimbra, donde se preparó para el sacerdocio, siendo ordenado a los 24. Aunque inicialmente se dirigía hacia una carrera teológica y filosófica, su deseo de una vida religiosa más austera se encendió al presenciar la llegada a Coimbra de los restos de cinco misioneros franciscanos martirizados en Marruecos.
Motivado por esta conmoción, Fernando decidió dejar a los agustinos para seguir los pasos de Francisco de Asís, adoptando el nombre de Antonio en honor al anacoreta egipcio. Con un fuerte ideal misionero, partió hacia Marruecos. Sin embargo, una enfermedad lo obligó a un reposo forzado, impidiéndole predicar. En su intento de regresar a Lisboa, una tempestad desvió su nave hacia las costas de Sicilia. Tras recuperarse, llegó a Asís en 1221, donde Francisco había convocado a todos sus hermanos. Este encuentro fue crucial; Antonio reafirmó su elección de seguir a Cristo en la fraternidad y «pequeñez» franciscana, siendo enviado al retiro de Montepaolo en Romaña, donde se dedicó a la oración, meditación, penitencia y trabajos humildes.
El «Predicador» que cautivó multitudes
En septiembre de 1222, el talento de Antonio como predicador se reveló en Forlì. Sus palabras, que emergían de una profunda cultura bíblica combinada con una admirable sencillez de expresión, impactaron a sus oyentes. La primera biografía de San Antonio, La Assidua, relata que “su lengua, movida por el Espíritu Santo, se puso a razonar sobre muchos argumentos, con ponderación, en manera clara y concisa”.
A partir de entonces, Antonio recorrió el norte de la península itálica y el sur de Francia, predicando el Evangelio a pueblos generalmente confundidos por las herejías de la época, y sin temor a corregir la decadencia moral de algunos miembros de la Iglesia. Al año siguiente, en Bolonia, Francisco le encomendó personalmente la tarea de ser maestro de teología para los frailes en formación, con la recomendación de no descuidar la oración.
La elección de Padua y su legado espiritual
Por sus talentos y su servicio al Reino de Dios, Antonio fue nombrado superior de la fraternidad franciscana del norte de Italia a la edad de 32 años. En este cargo, visitó numerosos conventos bajo su jurisdicción y fundó nuevos. Mientras continuaba predicando y atrayendo a grandes multitudes, dedicaba muchas horas al confesionario y se reservaba momentos para el retiro en soledad.
Eligió vivir en Padua, en la pequeña comunidad franciscana de la Iglesia de Santa María Mater Domini, y aunque se ausentaba por períodos cortos, estableció un fuerte vínculo con la ciudad, prodigándose en favor de los pobres y contra las injusticias. Fue en Padua donde escribió sus Sermones, un tratado destinado a formar a los hermanos en la predicación del Evangelio y la enseñanza de los sacramentos, especialmente la Penitencia y la Eucaristía. Su sermón de la Cuaresma de 1231 es considerado su testamento espiritual, reflejando su amorosa dedicación de horas a la Confesión.
Celebrada la Pascua, Antonio, cuya salud ya estaba deteriorada por las fatigas, consintió en retirarse para un período de convalecencia en Camposampiero, a pocos kilómetros de Padua. Allí pidió que le adaptaran un pequeño refugio sobre un gran nogal para pasar los días en contemplación y dialogando con la gente sencilla. Fue en este lugar donde tuvo la visión del Niño Jesús. El 13 de junio, le sobrevino un malestar, comprendió que su hora había llegado y pidió ser llevado a morir a Padua. Transportado en un carro de bueyes, expiró al llegar a Arcella, una pequeña aldea cercana a la ciudad, murmurando: “veo a mi Señor”.
En deuda con San Agustín en el pensamiento, Antonio logró una original síntesis entre mente y corazón, búsqueda de la especulación y ejercicio de la virtud, estudio y oración. Por todo ello, fue declarado Doctor de la Iglesia, y en Padua, sus fieles lo llaman simplemente «el Santo».
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